La tragedia de la comida rápida en el cine

Notas

Ir al cine hoy en día es una misión suicida. Primero, hay que dedicarle media vida para llegar: el tráfico te engulle, el Waze te miente, y cuando finalmente consigues acercarte, el siguiente drama es encontrar un estacionamiento. Uno no va al cine: va a una batalla urbana para conquistar un puesto miserable donde dejar el auto. Antes, al menos, los cines estaban en avenidas decentes, uno podía caminar, ser un ciudadano libre. Pero ahora no: ahora todo está encerrado en centros comerciales, esos laberintos infernales donde el tiempo y el dinero se disuelven sin piedad.

El precio de la entrada, hay que decirlo, fue en algún momento otro dolor de cabeza. Pero hoy —misteriosamente— es razonable, incluso manejable, como si las salas quisieran convencerte de que lo peor ya pasó. Mentira. Lo peor te espera en la dulcería, agazapado detrás de un inocente balde de popcorn. Porque el verdadero negocio ya no es venderte entradas: es desplumarte a la hora de comer. La canchita, la gaseosa, el chocolate : todo cuesta “de lejos” más que la entrada. Un combo pequeño podría alimentar a una familia en Uganda durante una semana.

Y esta infamia moderna no empezó ayer. Todo cambió cuando los cines dejaron de ser cines y se mudaron a centros comerciales. Ahí, entre tiendas de ropa de oferta y restaurantes de hamburguesas tristes, los cines aprendieron la lección de los grandes tiburones del consumo: el cine ya no importa tanto. Lo importante es cebar al cliente. No importa si ve la película; importa que mastique, trague, sorba su gaseosa de litro y medio con ansiedad. Comer es obligatorio, aunque estés viendo el Apocalipsis en 3D.

Y sin embargo, algunsos nos organizamos y vamos. ¿Por qué? Porque hay cosas que no se pueden piratear: el estruendo glorioso de la banda sonora, ese rugido envolvente que sacude las butacas como un terremoto. Porque casi todas las películas de hoy son de acción, puro ruido y furia, y hay que verlas así: en pantallas gigantes, con parlantes que parecen cañones, mientras las explosiones te despeinan el alma. Verlas en casa, aunque tengas el mejor televisor, es como ver fuegos artificiales por YouTube: patético… muajajajaja.

La verdad es simple, brutal: el cine ya no es cine. Es un restaurante carísimo de comida rápida con pantallas de gran tamaño. Es una feria de canchita dorada, gaseosas aguadas y explosiones a todo volumen. Las películas son apenas la excusa: la verdadera función ocurre en la dulcería. Y nosotros, pobres diablos románticos, seguimos cayendo gustosos, sabiendo que nos roban, pero felices de ser arrastrados una vez más por esa ola de sonido, acción y nostalgia.

Referencias

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