Hoy se cumplen 45 años del nacimiento de Pac-Man, ese pequeño héroe amarillo que apareció en las pantallas de arcade en 1980 y jamás se fue del imaginario colectivo. Uno pensaría que en esta era de realidad aumentada y juegos hiperrealistas, una figura tan sencilla habría quedado en el olvido. Pero no. Pac-Man sigue aquí, girando por laberintos invisibles, recordándonos que a veces lo simple es lo que más perdura. Su vigencia no obedece a campañas de marketing ni a grandes presupuestos, sino a algo más profundo: fue parte del paisaje emocional de nuestra infancia.

Con el pretexto de esta celebración, permítanme recomendarles —sin ironía, lo juro— la película Pixels, estrenada en 2015. En ella, Pac-Man aparece como una amenaza pixelada que arrasa con Nueva York, mientras Adam Sandler, en uno de sus habituales papeles de salvador improbable, intenta contener la invasión. La cinta es un homenaje ligero y descarado a los videojuegos clásicos, y aunque no ganó premios, tiene el encanto de aquellas cosas que no se explican, solo se disfrutan. Ver a Pac-Man en pantalla grande, con luces, efectos y caos urbano, es un placer culpable que no pienso negar.

Pero si hablamos de placer retro, no podemos olvidar Pac-Man: La Serie Animada, que se emitió en los tempranos años ochenta. En esa versión, el personaje tenía una vida doméstica: esposa, hijo, mascota, y una comunidad algo excéntrica. Todo era exageradamente colorido, los argumentos simples y las voces agudas. Y sin embargo, lo veíamos. Religiosamente. Cada sábado. No porque fuera una obra maestra, sino porque había algo reconfortante en ese universo cuadriculado y alegre donde todo parecía tener sentido durante treinta minutos.

Lo curioso es que Pac-Man logró lo que muchos personajes más complejos no han conseguido: quedarse. No se diluyó con los años. Pasó de las salas de juego a las consolas, de las mochilas escolares a las tazas de café, de los arcades a las plataformas digitales. Y siempre con la misma estética, el mismo objetivo, los mismos cuatro fantasmas. En tiempos donde todo cambia a una velocidad insoportable, él se mantuvo idéntico. Y tal vez por eso nos gusta tanto. Porque no cambia. Porque es parte de un mundo que ya no existe, pero que a veces quisiéramos volver a visitar.

Así que hoy, en su aniversario número 45, los invito a una pequeña celebración sin solemnidades: vean Pixels, busquen algún capítulo perdido de la serie animada, hablen con sus hijos sobre ese videojuego sin armas ni explosiones, pero con mucho carácter. Y si pueden, jueguen una partida. Solo una. Para recordar que, en medio del ruido, aún hay espacio para lo simple, lo familiar y lo redondo.

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